Chile, 1988: tras quince años de palabras sometidas a la voluntad del poder, un equipo de publicitarios de oposición tiene la oportunidad de servirse del poder de las palabras; en vista del plebiscito convocado por Pinochet (1915-2006) al fin de legitimar su gobierno a los ojos de la opinión pública internacional, ocasión en la cual la población estará llamada a elegir entre si quiere “sí” o “no” la continuación del régimen, quince minutos diarios de propaganda televisiva están acordados a cada facción. Durante dos semanas, la franja del “no” beneficia de un cuarto de hora para intentar convencer los electores a acabar con la dictadura; los del “sí”, representantes del poder, tienen el mismo cuarto de hora… más todo el tiempo restante.
La batalla mediática parece perdida antes de su comienzo: los encargados de realizar la campaña del “no” están seguros de su derrota frente a un referéndum concebido para confirmar la superioridad de la derecha con respecto a una multitud de partidos de oposición fragmentarios; se ponen así más bien el objetivo de “crear conciencias” que el de ganar, lo que les lleva a centrar el contenido de su micro-espacio televisado en el horror de los crímenes cometidos por el gobierno Pinochet y en el dolor de los familiares de las víctimas.
Pero Sin embargo un joven y exitoso publicitario, René Saavedra (Gael García Bernal, tan bueno como en Diarios de motocicleta), se opone a este tipo de campaña en favor de otra más ligera y atractiva, en la que se ofrecen al público imágenes de joya escandidas por el jingle “Chile, ¡la alegría ya viene!”; gracias a él y contra toda expectativa, la izquierda consiguió la victoria en el plebiscito, lo que marcará la caída del general y el término de la dictadura. Es una historia dentro de la Historia, el trabajo de un hombre y la (r)evolución de un País.
Por otro lado, esta colaboración entre publicidad y política no es exente de tensiones: el hecho de que Saavedra conciba la democracia como un producto que ha de ser vendido, y que a este fin entente convertir el concepto en algo divertido y agradable para el espectador, haciendo pasar el mensaje de que los sostenedores del “no” tienen una actitud despreocupada frente a la violencia del régimen, no le gusta a los políticos de izquierda. Estos últimos no se reconocen, de hecho, en una campaña que le enseña imágenes de una joya inexistente a un Chile que está de luto desde quince años; no se dan cuenta de que los símbolos escogidos por Saavedra juegan el papel de prefiguraciones de lo que el pueblo chileno podrá obtener, mejor de lo que está llamado a obtener, votando “no” en el plebiscito.
La película misma parece seguir una lógica idéntica, lo que, visto el resultado (Art Cinema Award en Cannes 2012, nominación al Oscar 2012 como mejor película de habla no inglesa), es perfectamente legítimo: supuestamente en el intento de que el mayor número posible de personas llegue a conocimiento de una historia que merece la pena conocer (aunque, se puede conjeturar, simplificada, ya que no se trata de un documentario sino de un drama), a través de una película que merece la pena ver, se propone el papel de protagonista a un actor no chileno, sino ante todo guapo y famoso; su cara al lado del arcoíris en los carteles de No no es la del único actor latinoamericano, sino del más atractivo para el público (internacional), como la democracia no es era en 1988 el único régimen posible para Chile, sino el que la gente quería.
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